REVISTA ESPAÑOLA DE

Vol. 35, n.º 4, 2002

ARTÍCULO
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Cajal para todos nosotros

Alberto Anaya

 

Ni ha habido nadie como él ni es probable que vuelva a haberlo nunca. De modo que ya que tuvimos la suerte de tenerlo, de que fuera uno de los nuestros, será mejor que intentemos ajustar nuestra vida a su grandeza y aprendamos a vivir con su ejemplo, sabiendo que imitarle, que seguir su huella podrá sólo ennoblecer nuestra vida y dar sentido y profundidad a nuestro camino.

Por supuesto que fue un sabio y un maestro y el fundador de la neurología moderna; y ni en la calidad de su sabiduría y magisterio ni en la unicidad de la última función tenemos los demás papel alguno que jugar. Pero fue, sobre todo, un hombre extraordinario y nuestro deambular si que puede, para nuestro provecho, beber, aprender e imitar de su humanidad desbordante.

Salió absolutamente de la nada, si se exceptúa la poderosa figura de su padre, un apoyo quizá árido pero de magnitud apropiada para quién estaba a punto de saltar al infinito. Afrontó la vida desde siempre con el sentimiento de tener el derecho a vivirla con toda plenitud. Desde sus juegos desbordó vitalidad; desde la misma enfermedad que llenaba de tinieblas el vivir decimonónico reclamó su derecho a sobrevivir concitando para ello en cada momento todas las fuerzas que le fueron precisas.

Fue desde muy niño testigo de las torpes guerras fratricidas que ensangrentaban nuestro XIX; pero no menospreció por ello a su patria sino que la defendió primero en la milicia, vestido con el rayadillo colonial de un imperio agonizante y después, de modo harto más eficaz, creándonos una prosapia científica que hasta él no existió, pero que desde él, y durante mucho tiempo, colocó a su patria en la línea de cabeza; desde Zaragoza, desde Valencia, desde Barcelona, desde Madrid. Berlín, París, Moscú, Londres y Nueva York, y a su través el mundo entero, supieron que había un español, prácticamente solo, sin medios, sin casi espacio vital, que estaba descubriendo en su más íntima estructura, en su más pequeños detalles el mundo de la sensibilidad y el movimiento, el armazón físico de las ideas, las fantasías y los sueños.

Se puso a su trabajo y ningún obstáculo fue suficientemente grande para él; ni las estúpidas reglas, ni las gentes acartonadas, ni las deficiencias físicas o económicas. Si los centros de alto saber (aquí serían necesarias unas comillas) no le daban laboratorios ni espacio donde montarlos allí estaba su propio domicilio. Si precisaba comprar un instrumento o un reactivo daba clases particulares. Si las técnicas descritas no eran suficientemente buenas las perfeccionaba por sí mismo; y hacía sus propios cortes y sus propias tinciones; y luego sus portentosos dibujos; y trabajaba en la fotografía y exploraba el color; y si no había donde publicar fundaba una revista. Y si los otros científicos no entendían el castellano aprendía él sus lenguas. Y, aunque adoraba a su patria y escribía en un hermoso español, para que su obra llegase más lejos hacía su versión final en francés.

Nada a la ligera; nada por tontear; pero tenía también sus horas de distracción y era un tertuliano admirable, cargado de ironía y de sapiencia popular (sus «Charlas de café» y otros escritos no científicos lo retratan además como un escritor excelente incluso alejándose de sus temas más serios). Pero nunca confundió trabajo y relax, salvo porque el trabajo constituyó su principal disfrute; la búsqueda ansiosa de lo desconocido, el placer del descubrimiento, la alegría de la comprobación, el gozo de ser comprendido, la ilusión de describir con palabra certera lo que hasta poco antes no era ni siquiera sospechado, la autocrítica, incluso cuando fue necesario (es decir: casi nunca) la rectificación y el reconocimiento generoso de los méritos ajenos y del propio error.

Pudo acumular honores y riquezas, pero reclamó ante todo su derecho al esfuerzo; no solo rechazó un ministerio sino que se rebajó el sueldo que le asignaron. Y estuvo calladamente a la cabeza de la institución que promovió la ciencia en toda España (la Junta para la Ampliación de Estudios). A tiro de piedra de su casa vió crecer lentamente un edificio monumental diseñado para engrandecer su nombre; y ni presionó para que lo terminasen ni prácticamente llegó a pisarlo. Su grandeza no precisaba revestirse con signos externos.

Fue un hombre extraordinariamente generoso. En la única tensión significativa que se le conoce (sus diferencias don Del Río Hortega) no intenta dificultar la vida de su antagonista (lo que le hubiera sido fácil, erguido como estaba en un pedestal inalcanzable) sino que le proporciona unos magníficos laboratorios en el «trasatlántico» de la Residencia. Y después reconoce en público los méritos de su oponente e incluso intenta reintegrarle al nuevo espacio disponible.

Bajo el amparo de su grandeza hay sitio para todos; de su insólito currículo emana la evidencia de que cuanto parecía imposible no lo es: luchar en soledad y sin embargo triunfar; desafiar la incomprensión sin salir derrotado; hablar castellano y ser comprendido en todos los idiomas; amar al propio país sin denostar a los otros; desbordar las fronteras de la ciencia y el mismo día conversar amablemente en el café; ir tan lejos en el pensamiento como en la habilidad manual; pisar con la misma naturalidad las alfombras palaciegas que el polvo de la calle; ser el más ilustre ciudadano de su país y un peatón más por las callejuelas; tener ensueños infinitos, luchar a muerte por su consecución y aceptar sin un lamento la inmisericorde realidad.

Y triunfar en la titánica batalla de arrebatar espacios a la ignorancia, sin tener otras armas que la inteligencia, la generosidad, la constancia, el esfuerzo continuo, la autocrítica permanente, la fe en sí mismo, el amor por la verdad. Y saber siempre estar en su sitio, siendo su sitio tan diferente según el momento de su vida, desde la montaraz infancia a la vejez de un gran señor de la ciencia, bien seguro de no tener a nadie superior en toda la redondez del globo, pasando por metas intermedias tan diversas como la culminación de sus estudios médicos, su breve aventura militar, la batalla de sus oposiciones, el descubrimiento de su vocación científica y la gloria de sus descubrimientos inmortales.

La peripecia vital de D. Santiago es tan importante como su inmarcesible grandeza científica; cuanto hizo, cuanto descubrió (y permanece en desafío de la explosión tecnológica) hubiera sido igual de grande bajo las bóvedas de las más importantes instituciones del mundo, pero él lo hizo aquí, entre burocracias cerriles, mientras el país, cuesta abajo desde su siglo de oro, se desangraba física y espiritualmente, mitad hambre y mitad ignorancia. Y aquí quiso quedarse, encarnando desde su nacimiento hasta su muerte, junto a la incomparable magnitud de su tarea cumplida, la sencillez vital de un español orgulloso de serlo, triste por la incultura circundante, por el nocivo subdesarrollo técnico e intelectual, pero altivamente orgulloso de pertenecer a una de las grandes aventuras históricas.

Los científicos que haya entre nosotros caben desde luego bajo el paraguas protector de Cajal; pero no solo ellos: los patriotas también, y los que trabajan con sus manos; los docentes, los que escriben, los artistas, los que respetan a los demás y los que creen en sí mismos, los espíritus solitarios y quienes encuentran placer en la conversación y en la amistad; los creadores y quienes buscan explicar los hallazgos; los hombres prácticos y los idealistas sin fronteras; Cajal es un ejemplo y una esperanza para todos nosotros (y por «nosotros» hay que entender a los hombres de cualquier parte del mundo); al señalarnos el buen camino de un recorrido vital inigualable, nos demuestra que si él pudo hacerlo otros podrían hacerlo también: porque puede aparecer, quizá, algún día alguien que le sea comparable; pero aunque esto no ocurra habrá sin ninguna duda espíritus notables, personalidades sobresalientes a las que, como él hizo, es preciso reconocer y ayudar.

El sistema nervioso, desde la Creación, era un misterio insondable, abierto solo a las especulaciones filosóficas.

Cajal lo tomó en sus manos y de ellas salió entendible tanto en su estructura como en su función. Su teoría de la neurona, cuando otros órganos más sencillos no hablan sido ni siquiera abordados, permitió que, antes de terminar el siglo XIX, el hombre pudiera acercarse a la clave de sus sensaciones y movimientos, y pisara un terreno firme en la comprensión del intelecto.

Podría haber enunciado su teoría y dejado que otros anduvieran el camino apuntado; porque antes de cumplir cuarenta años ya era conocido en todos los círculos científicos del mundo; todas las grandes instituciones del saber se lo disputaban, y bien podría haberse relajado entre homenajes en cualquier institución del pais más puntero.

Al fin y al cabo Madrid seguía siendo un poblacho manchego con cuatro toques de clase derivados de Carlos III, que agonizaba bajo el peso de un siglo de derrotas. Pero él escogió aquel Madrid mortecino y en sus humildes instituciones completó, hasta en sus menores detalles, el estudio del sistema nervioso, redondeando hasta sus gloriosos 82 años una labor diaria que es probablemente la obra más completa, el cuerpo de doctrina más acabado, que haya realizado ningún científico en ningún lugar.

Enseñó a sus estudiantes en la Facultad de Medicina, formó a sus discípulos en el Instituto de Investigaciones Biológicas, presidió la Junta para la Ampliación de Estudios, ayudando a cuantos talentos de cualquier rama precisaban nuevos horizontes para sus inquietudes; y entre medias rechazó honores y distinciones y hasta se rebajó el sueldo que le asignaron.

Pero no fue un hombre de mente unívoca, centrado sólo en su investigación. Ciertamente su pensamiento se concentró en lo extraordinariamente pequeño que solo el microscopio podía revelar; en ese campo no ha sido superado por nadie; pero sus inquietudes le llevaron al otro extremo: a contemplar con arrobo, en las hermosas noches de Madrid, eI mundo de lo infinitamente grande, a través de su modesto telescopio; y también salió a la calle con su cámara de fotos y recogió escenas populares; y además experimentó con la fotografía en color; pintó con maestría y fue un prodigioso dibujante para trasmitir con exquisitez sus descubrimientos.

Y además encontró tiempo para asistir a una tertulia casi diaria en el café Suizo. No estuvo jamás aislado en su mundo interior, aunque a él dedicó sus mejores momentos. Ciencia y gentes, de las tertulias o de la calle, representan los extremos de su rica personalidad pluridimensional, en la que caben el calor de su propia familia, a la que arrastró a su pasión por la ciencia, y su amor al país en que habla nacido, en concordia con su sentimiento de universalidad. El día de su jubilación escribió unas hermosas palabras que muchos médicos hemos tenido desde entonces sobre nuestra mesa de trabajo y hoy honran esta publicación; pero no son palabras para médicos sino para todos los españoles; y con poca modificación podrían abarcar a todos los que, nacidos en cualquier lugar, amen al mismo tiempo a su tierra y al progreso de la humanidad.

No necesita este país, ni ningún otro, tener un sabio en cada esquina. Pero los pocos sabios que cada generación produce precisan reconocerse a sí mismos y dar un paso al frente en el compromiso de su dedicación, sin temor a la incomprensión circundante y al sacrificio inútil; para ellos es más que para nadie válido el ejemplo de Cajal. Y los simples seres humanos tenemos que oír la llamada de Cajal a la cultura, al reconocimiento de los méritos ajenos, a la apremiante necesidad de enfocar la vida como una empresa basada en la cultura; es decir: de Interrelación, reconocimiento de los méritos ajenos y esfuerzos cooperativos; de renunciar a las banderías, a las envidias, a las estrecheces mentales, a las competiciones fratricidas; no todos podemos ser sabios, pero todos podemos ayudar a quienes lo son: facilitando su camino, creando una atmósfera razonable, en la que vivir no sea destrozar al contrario sino realizar con amor nuestra tarea, buscando la perfección en los pequeños actos, juntando fuerzas, diseñando futuros compartidos, escuchándonos unos a otros y haciendo que nuestra modesta verdad se acerque lo más posible a la verdad verdadera. Por esa vía todos adquirimos el privilegio de asociar nuestro esfuerzo a la consecución de grandes metas. Eso nos pide Cajal; para andar ese camino hallaremos apoyo no solo en la sabiduría de sus Reglas y Consejos sino en el irrefutable ejemplo de su propia andadura.

Siendo tan admirable su obra, tan fértil su estímulo, tan positiva su ayuda intelectual, tan estimulante su ejemplo, tan rotundas sus conquistas, cuesta trabajo creer que este país haya ignorado en la calle el sesquicentenario de Cajal. Se han celebrado, y han de venir todavía, homenajes científicos de altura; pero el ciudadano corriente, la materia prima de la que se construyó el sagrado fenómeno de Cajal, lanzado al infinito universal desde la clase media-baja de un pueblecito navarro-aragonés, no ha parado un minuto a disfrutar de una grandeza que le pertenece a él más aún que a los más renombrados sabios. Cajal salió de nuestras filas y es, además de guía y ejemplo, patrimonio de todos nosotros; y sólo sintiéndole así, como algo nuestro que nadie puede sustraernos, seguiremos sus reglas y consejos y estaremos preparados si, contra todo pronóstico, apareciese alguna vez alguien que pudiera comparársele.

Cuando los días de este año se terminen debemos preguntarnos si quienes somos primeros usufructuarios de la grandeza de Cajal hemos hecho lo suficiente para que el hombre de la calle, ansioso de mitos a los que admirar, curioso en horas perdidas de televisión hasta de historias personales irrelevantes, conozca que una vez nació de entre nosotros, y pateó nuestras calles alguien que ensancho las fronteras de la ciencia sin perder un toque popular, que enseño al ser humano a conocer la estructura, y a su través la función, de lo más noble que hay en él, que se autoeducó, que construyó con sus manos las herramientas de su ciencia; que pintó, dibujó, retrató y redactó cuanto fue necesario para hacerse comprender; que aprendió idiomas y estuvo al tanto de lo que hicieron los demás sabios de su época; y que al caer la noche, en la limpia atmósfera madrileña de entonces, subía a su terraza a contemplar las estrellas.