REVISTA ESPAÑOLA DE

Vol. 36, n.º 1, 200
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ARTÍCULO
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Por una imagen profesional, desde nuestros Servicios, acorde con la realidad

Alberto Anaya

   

No más «Anatomía» en nuestros teléfonos, por favor; no es un asunto nimio. Nadie sabe como comienzan las ideas erróneas o las palabras equivocadas; por qué América no se llama Colombia como debería o por qué ciertos ciudadanos contribuyen a crear la grandeza de un país y luego dejan de sentirse sus ciudadanos, al calor de eufónicas patrias inventadas; por qué de fonemas en principio inocentes nacen conceptos aberrantes y se alimentan odios; por qué se producen los malentendidos que extienden la incomprensión y son germen de destrucción y sufrimiento; por qué, a veces, de unas pocas palabras equivocadas nacen el atraso, la pobreza y la guerra; o, cuando menos, el simple malentendido que nos hace tan difícil la vida.

Y por qué el lenguaje, clave esencial de la comunicación, se origina de cualquier manera, sin sumisión a unas reglas, procede a menudo de errores irreflexivos, de sonidos afines (como sabotear y boicotear), de confusas abreviaturas inducidas por la comodidad, o de iniciales semejantes con significado agudamente dispar. En la mayor parte de los casos, por fortuna, esto no importa nada; pero a veces las consecuencias son gravemente negativas.

Los patólogos, conocidos así ya en todas partes, hemos de sufrir que en España las centralitas de nuestros Hospitales se refieran a nuestros Servicios como «Anatomía» y nuestras secretarias contesten el teléfono, de modo casi unánime, usando esa palabra, incluso en muchas Facultades de Medicina, en las que, por el contrario, los anatómicos responden con «Morfología».

Quizá nada pueda hacerse para remediarlo, porque este es por fortuna un país libre y nadie podría impedir, si sus jefes lo desearan, que contestasen llamándose, por ejemplo «investigación de la enfermedad basada en las alteraciones estructurales», aunque es poco probable que un nombre tan largo llegase a arraigar. Pero Anatomía, que es una de nuestras ciencias básicas más trascendentes, sin cuyo conocimiento no podría existir la Medicina, no es sin embargo el nombre que define, ni poco ni mucho a nuestra actividad. De hecho para nuestro trabajo es mucho menos necesario un conocimiento detallado de la Anatomía que para otras actividades médicas, como por ejemplo la Cirugía.

Nuestra obligación, lo que nos define profesionalmente y nos diferencia de los demás médicos, es conocer y diagnosticar la enfermedad por medios morfológicos que, por otro lado, son precisamente los que la definen como tal y la separan de las alteraciones funcionales; somos científicos de la enfermedad, a quienes por tanto corresponde el nombre de patólogos, y el de nuestra disciplina es, en consecuencia, el de Patología.

Esta disciplina, la rama más amplia del saber médico, se inició con la percepción en el cadáver de las alteraciones peculiares que correspondían a cada sufrimiento clínico, dando con ello nacimiento a la medicina científica; su nombre, puente entre la sintomatología peculiar de cada proceso y las alteraciones cadavéricas que después aparecían fue, por ello, con toda propiedad, en aquel tiempo, Anatomía Patológica.

Pero cuando los conceptos se delimitaron con más exactitud y el conocimiento de la morfología alterada se constituyó en la clave para la definición de cada ente nosológico, marcando la diferencia entre trastorno funcional (o síndrome) y enfermedad en sentido estricto, el nombre que en buena ley pasó a corresponder al conjunto de estudios de esas alteraciones, que con su sola presencia definían cada proceso, fue el de Patología; y así se adoptó en todos los países avanzados. Mucho más aún cuando dejó de ser imprescindible, gracias al estudio posible en los vivos, merced a la biopsia y a la citología, llegar, para el diagnóstico sólido de cada lesión, a la tardía (aunque todavía fértil) metodología autópsica.

Esta idea de la tradicional Anatomía Patológica evolucionando al más sencillo y eufónico concepto de Patología tiene una resonancia universal, aunque encuentre entre nosotros aún cierta resistencia, basada unas veces en respeto a la tradición y otras en la visión, demasiado humilde, de que no se corresponde del todo con nuestro quehacer. Aunque nadie renuncia a ser conocido como patólogo hay algunos que prefieren mantener para la disciplina el nombre, venerable en origen, de Anatomía Patológica. Pero probablemente ni a quienes son fieles a este sentimiento les satisfaría, si se detuvieran a pensarlo, que en sus teléfonos se conteste «Anatomía». Porque, sencillamente, no es esa la disciplina que profesan.

Aunque no se puede estar seguro, es probable que el nombre equivocado sea solo expresión en su origen del mismo afán simplificador por el que llamamos «tele» a la televisión; y su pervivencia y extensión se debe, casi seguro, a que los Jefes de Servicio no han considerado hasta ahora que el tema mereciese siquiera su atención; menos, por tanto su corrección. Para ellos, no sensibilizados aún a la importancia de la imagen pública, es un asunto menor entre tantos graves asuntos que los agobian.

Pero vivimos en un mundo de imágenes en que hasta los colores de los rótulos o su forma se convierten en trasmisores de mensajes subliminales, por los que se hacen concursos y se pagan ingentes cantidades. Los nombres de las cosas constituyen nuestra primera aproximación a la realidad de su ser y están plenos de significado; de hecho, a menudo, los nombres tienden a sugerir una realidad mejor que la que corresponde realmente a los objetos y funciones que designan (seguro de vida, garantía total, puesto permanente, funcionamiento perfecto, amor eterno, etc.).

En el entorno hospitalario, plagado de términos muy ambiciosos como Medicina Interna, Biopatología, Medicina Nuclear o Medicina Aeroespacial, sólo nuestras secretarias, al decir «Anatomía», trasmiten a quien las escucha un mensaje distorsionado y perjudicial a la disciplina que representan; primero porque no es verdad y después porque anatomía, que puede también entenderse por estructura, es un concepto que se asocia culturalmente al cadáver (lo que no es precisamente un hito positivo en la evolución de un paciente) y, de modo rigurosamente ortodoxo, implica forma estática, definitiva y final, frente a función, que es igual a dinamismo y cambio. Por el contrario la Patología implica movimiento (y con él futuro), una modificación, una anomalía que procede de una dinámica aberrante, no final, y por tanto reconducible; eso es lo que la hace trascendente.

Esa modificación estructural, esa evidencia de enfermedad que se expresa en el cambio (dinámico obviamente, por definición) de forma no es un dato más en el historial del paciente sino el documento definitorio de su proceso, captado en plena expresión de movilidad que, al substanciar con exactitud lo que está mal, permite concentrar en la buena dirección todos los esfuerzos y es por tanto el apoyo más trascendente a cualquier esperanza de curación. De lo que significa Patología a lo que Anatomía implica, en la imagen que se da por teléfono, hay una diferencia substancial, cuya tolerancia habla mal de la reflexión de los patólogos sobre la imagen de su papel en la medicina actual.

Renunciar a la idea de «patología» en el nombre de nuestra disciplina (incluso, en este caso, como simple adjetivo) representa una considerable dejadez, no solo contraria a la realidad, sino deformadora del concepto definitorio, difusora de ideas erróneas y que repercute en el menosprecio del trabajo de los patólogos y en la minusvaloración de su importancia tanto en el devenir de los enfermos como en el mantenimiento de las calidades del hospital que precisan de tanta objetividad como pueda aportarse. Y no porque la Anatomía sea una disciplina de rango menor, sino porque su estudio, que corresponde a la normalidad, nada tiene que hacer en el hospital. Incluso si un anatómico utiliza para sus estudios un cadáver, su trabajo nada importa al devenir de ese paciente; la actividad del patólogo, por el contrario, define la enfermedad de cada individuo y es por ello clave esencial en su tratamiento.

Hubo un tiempo en que, junto con otros compañeros defendí, con impulsos juveniles que ya no me sobran, que nuestra disciplina cambiase todos sus rótulos desde el venerable de AP, con que la designábamos como estudiantes (también decíamos «Patológica» a secas) a Patología como se llama en inglés o en alemán; por ello, hace casi cuarenta años esta Revista nació como PATOLOGÍA y, aunque nacionalizada ahora, conserva ese nombre. Las ramas nacidas del viejo y venerable tronco de la Anatomía Patológica se llaman Neuropatología, Nefropatología, Cardiopatología, y Patología Molecular; y todos nos reconocemos y somos reconocidos en el gentilicio «Patólogos». No se precisan por tanto otros testimonios de «autoridad» para pedir la adopción por todos del hermoso nombre de Patología. Pero si faltase alguno el término «Anatomía», usado tan impropiamente en nuestros teléfonos debería ser una contribución definitiva hacia el cambio.

No se trata ahora de eufonía, de belleza conceptual, o de ajuste semántico; es que sencillamente «Anatomía» no define poco ni mucho nuestro hacer: en nuestros teléfonos es un concepto erróneo que, no por lo que significa (y nadie escucha) sino por la idea de error y dejadez continuada que trasmite, deja en mal lugar a quienes profesan esta disciplina, equivoca a quienes pretenden comprenderla y disminuye el impacto que le corresponde en la medicina actual. Si Anatomía Patológica es un término que no trasmite en su plenitud el contenido de la Patología actual, Anatomía a secas, usado absurdamente para responder en nuestros teléfonos, es un término aberrante que representa de forma equivocada nuestra función y se interpone gravemente en la percepción de su trascendencia por los pacientes y por todos los demás miembros del hospital y de la sociedad civil.

Urge que al sonar nuestros teléfonos la habitual cálida voz femenina responda «Patología, dígame».