REVISTA
ESPAÑOLA DE Vol. 36, n.º 4, 2003 |
Alberto Anaya
No basta con pulsar el interruptor; es necesario comprobar que se ilumina la sala. La espléndida labor de trabajo diario, de investigación, de docencia, de actividades académicas de todo tipo que la actual generación de patólogos realiza como función de rutina es una contribución substancial al desarrollo de la medicina de altura en que se mueven nuestros hospitales. Pero, en medio de tanto esplendor, la ausencia de Sesiones Clínico-Patológicas genuinas es un signo de alarma que no debería pasar desapercibido. Porque, con esa ausencia, una parte trascendente de la verdad nacida en nuestros microscopios se pierde, sin iluminar el campo que debiera, en perjuicio de la calidad médica, de su constante mejora apoyada en la reflexión y el autocontrol de los facultativos.
Aunque los numerosos sucedáneos que existen puedan atenuar el dolor de su ausencia, nada es comparable al legítimo CPC. En sí misma la Sesión Clínico-Patológica es un lujo intelectual; la información previa sobre cada caso disponible a todos los presentes; el flujo ordenado en la presentación de los datos clínicos, la discusión basada en sólidos razonamientos, las preguntas que obtienen confirmación o rechazo de suposiciones bien fundadas, la sugerencia educada de alternativas diagnósticas, la profundización en el conocimiento de procederes diagnósticos o terapéuticos, en su rendimiento y en sus posibles riesgos; la exposición de dudas y certidumbres y el avance razonado hacia un diagnóstico clínico final, se confrontan con la llaneza de los hallazgos morfológicos y, a veces, también con su brillante interpretación; o, si el caso llega, con un reconocimiento de ignorancia, tan aleccionadora en sí misma como el hallazgo más trascendente.
Nadie sale de una Sesión Clínico-Patológica igual que entró; siempre sale mejor informado, más consciente de la dirección en que se mueve la ciencia médica, más formado, menos soberbio, en definitiva más sabio. Aunque sólo fuera por eso nadie debería concebir un Hospital sin verle involucrado, como una de sus tareas más importantes, en el análisis semanal de un caso escogido para la meditación y el aprendizaje, pero también para la humildad y el diálogo; porque obviamente sin diálogo no se sostiene la idea de Hospital.
Y si esto es verdad para todos los médicos, quienes usan el microscopio para diagnosticar tienen muchas razones adicionales para impulsar estos encuentros. Sin los CPCs el patólogo es, por supuesto, un cualificado profesional que, con el conocimiento de la lesión, aporta la substancia primigenia de la que deriva y sobre la que gravita cualquier concepción moderna de la medicina. No hay terapéutica razonable que no se base en un diagnóstico correcto; y no hay procedimiento diagnóstico comparable al anatomopatológico. Como dueño de este proceder, el patólogo es la piedra angular del hacer médico, una rueda hasta hace unos decenios ausente del engranaje hospitalario español pero sin la que hoy no se abriría ningún Centro. Pero con ser esto mucho, no es ni de lejos todo lo que puede ser; ni todo lo que la Medicina debe esperar de su función.
Mientras diagnostica, incluso cuando investiga, sólo o en asociación con sus colegas clínicos, cuando dicta sus lecciones magistrales o sus conferencias académicas, el patólogo es parte de una refinada orquesta intelectual afinada para la asistencia, la investigación y la enseñanza, las claves del ejercicio médico hospitalario; y por supuesto esta es una función excelsa. Pero cuando dirige una Sesión Clínico-Patológica, ejercicio desgraciadamente tan poco arraigado entre nosotros, el patólogo lleva la batuta del más noble quehacer posible en la medicina hospitalaria: la reflexión, la autocrítica, el mutuo estímulo permanente de los profesionales hacia las metas inalcanzables del pleno saber y la perfección absoluta.
La luz, verdadero aliento vital de nuestros microscopios, descubre la verdad y la explota en beneficio individual de cada uno de nuestros pacientes; pero cuando, en el CPC, al estudio profundo de los clínicos y a su ordenado razonamiento, a su elucubración diagnóstica o terapéutica, concienzuda, arriesgada, inteligente y necesaria, se añade la realidad simple de los hallazgos morfológicos, vestidos de su correcta interpretación, el mundo del intelecto se abre en fértiles razonamientos compartidos, en contraste de sabidurías, en conjunción de sugerencias no previstas, en confrontación de lo que se supone y lo que se demuestra; es decir, en creciente saber y perfeccionamiento continuo.
Si la interpretación de los hechos de la historia, hecha por clínicos que desconocen el diagnóstico final, da vía a los más brillantes razonamientos, la palabra final de la Sesión Clínico-Patológica en que se aporta la realidad indiscutible de cada caso, expresada en irrefutables verdades morfológicas, coloca al patólogo en el privilegiado centro funcional del saber médico; y lo que más importa: desvela la esencia de la función médica, bastante desorientada hoy por el ruido de las listas de espera, el confort de la hospitalización o la libre elección de facultativo. A los políticos que han ocupado el campo de la dirección hospitalaria, sin comprender el espíritu de la medicina, es preciso decirles que nosotros sí sabemos para qué sirve un hospital: ante todo para buscar la verdad, donde la verdad se produce, en el microscopio del patólogo, y, a su luz, probar en cada enfermo terapéuticas cada vez más eficaces; y cuando eso está hecho, a su luz también, en importantes reuniones de reflexión, en CPCs, comprobar si nuestros actos fueron los mejores posibles, si conocimos a su debido tiempo la realidad de cada paciente, si percibimos toda la extensión de su dolencia, si acertamos al proponer medidas terapéuticas o los daños secundarios fueron mayores que las ventajas obtenidas. Para estar así, en el siguiente caso semejante, mejor preparados aún frente al desafío de sus incógnitas.
Ciertamente casi todo lo que sabemos se traslada a nuestros informes, y de modo muy particular a los protocolos de autopsia. Pero muchos protocolos de autopsia no los lee nadie; incluso donde hay (bastantes pocos sitios) eficaces Comités de Mortalidad, los datos se manejan de forma burocrática; nada que ver con la viveza de una Sesión Clínico-Patológica, con la riqueza de su aporte intelectual, con la rezumante verdad de los hechos que allí se exponen, con la espontaneidad de las opiniones que allí se vierten. Si un hospital tiene una genuina Sesión Clínico-Patológica, en que los clínicos debaten a pecho descubierto sobre datos sugerentes de una realidad que ignoran y los patólogos aportan los datos objetivos como colofón, ese hospital está en manos de sus médicos y sus médicos tienen claro su camino, disfrutan de su esfuerzo, mantienen la ilusión de su trabajo y se mueven hacia un horizonte de grandeza.
Donde no hay Sesiones Clínico-Patológicas puede hacerse todo muy bien para beneficio de cada paciente individual; se puede ser muy eficaz en casi todas las funciones hospitalarias; pero se está despreciando la vía más importante hacia el perfeccionamiento continuo, se está desaprovechando un inmenso caudal posible de aprendizaje colectivo, de mutua estimulación y docencia recíproca, se está abominando del "método anatomo-clínico" en que se cimenta desde hace siglos el progreso científico de la medicina; y lo peor de todo: los médicos de hospital que, a diferencia de todos los otros profesionales de cualquier oficio, tienen en sus manos la posibilidad de confrontar suposición y realidad, sin CPCs se niegan a ser dueños de su propio destino; y habrán de esperar, como Göethe, al último suspiro para reclamar la luz que, estando a su alcance, renuncian a utilizar.