REVISTA
ESPAÑOLA DE Vol. 37, n.º 1, 2004 |
Alberto Anaya
Nadie que conozca la evolución de los conocimientos médicos tiene la menor duda de que con la autopsia nace la medicina científica. El nombre de autopsia (su significado literal de «mirada a uno mismo») encierra una fuerte carga filosófica porque hasta aquel momento había de todo menos de reflexión profunda sobre la realidad de lo que sucedía en el organismo doliente. Merece la pena recordarlo hoy a quienes muestran su escepticismo ante este método, demasiado viejo, y se deslumbran solo por los más avanzados procedimientos tecnológicos.
La esencia del hacer médico reside en la busca de los datos más seguros del padecer de cada enfermo antes de tomar las decisiones terapéuticas, que son hoy tanto más peligrosas cuanto más potencialmente eficaces, y también tanto más eficaces cuanto más oportuna su indicación, y tanto más indicadas cuanto más fino el diagnóstico.
La brillantez de las terapéuticas actuales, farmacológicas y quirúrgicas, ha trasladado a la opinión general la idea de que el diagnóstico es casi una labor automática, menor, de carácter esencialmente técnico, basado en buena medida en la creciente exactitud de aparatos y procedimientos que, debidamente estandardizados no precisan apenas de la intervención inteligente. Y en algunos casos es ciertamente así; pero esos casos son, todos los médicos lo sabemos, los menos.
La verdadera clave de la inteligencia médica reside precisamente en el diagnóstico porque en él se cimenta todo lo demás; la terapéutica está abierta al tanteo, a la busca de la dosis o la idiosincrasia frente a cada producto, que solo el trato directo con cada paciente puede revelar; pero existen pautas, cada vez más perfiladas en la llamada «medicina basada en la evidencia», que ponen la libertad del terapeuta dentro de los límites de lo establecido empíricamente.
En el diagnóstico el ejercicio intelectual es la clave de todo, y perdura incluso después de haber adoptado una decisión, para comprobar ex juvantibus que aquella fue acertada; pero hay dos momentos de importancia singular: el de la primera decisión sobre lo que cada paciente padece en concreto, con su extensión probable, con su peculiar agresividad, con sus complicaciones concretas, que es la piedra angular de todo el edificio terapéutico; y después terminado el proceso, la recapitulación de lo sucedido, la evaluación del acierto médico, tanto en su faceta diagnóstica como en la terapéutica, que depende de aquélla.
Cuando el resultado final es la muerte, solo hay una forma completa, profunda, ilimitada y permanente de hacer esa recapitulación: la autopsia. Está claro que no todas las circunstancias permiten que cada fallecido sea autopsiado en cualquier parte; pero donde esto es posible, en el hospital, la autopsia es algo más que una posibilidad y entra de lleno en el campo de la obligación social; para la familia, a la que debe solicitarse autorización inteligentemente y que tiene a su vez derecho a conocer los resultados, para los médicos del paciente que deben someterse al juicio irrefutable de los hechos y para toda la colectividad científica, que debe encontrar en este ejercicio una fuente constante de autocrítica y por tanto de mejora, que debe usar el método para enseñar a sus alevines y que debe sorprender a las nuevas enfermedades (sida, gripe aviar, vacas locas) antes de que se conviertan en catástrofes incontrolables.
Pero no basta con cumplir el rito y mucho menos con hacerlo de cualquier manera. Una autopsia que pretenda ser útil debe reunir algunas condiciones que de faltar, aunque solo sea en parte, reducirían considerablemente no ya su eficacia sino incluso, a veces, su misma justificación. Debe ser exhaustiva, ordenada, tranquila, informada (y por tanto en cierto modo dirigida), tecnológicamente avanzada, documentada e informada por el patólogo con el mayor detalle; y por último, y fundamental, debe ser revisada y discutida, a ser posible en público, en una gran sesión formal y en cuanto no haya impedimento en formato de Sesión Clínico-Patológica. Y todos los casos, sin ninguna excepción deben pasar por la Comisión de Mortalidad, de donde ha de nacer un flujo de información que desemboque en cuerpos médicos eficaces, sean Juntas Facultativas o Direcciones médicas, instituciones ambas que hoy por hoy o no existen o no cumplen debidamente sus cometidos.
La autopsia es el ojo del médico afrontando la realidad de las enfermedades una a una, y de ella fluyen riquísimas informaciones sobre etiología, morfología, agresividad y respuesta al tratamiento; cuando se hace adecuadamente es un considerable esfuerzo científico, económico y hasta físico que no puede realizarse para cumplimentar perezosamente un mandato; bien al contrario su potencial intelectual, docente y de mejora constante de la calidad asistencial carece de comparación posible con ningún otro procedimiento médico: la autopsia habitual en un hospital significa el esfuerzo sostenido, constante, de cada día, por saber más, por conocer mejor el terreno que se pisa, por ser más eficaz; si todo el hospital no tiene ese prurito la autopsia puede ser tan inútil como la Biblioteca que no se usa; de hecho la autopsia es en cierto sentido una extensión de la biblioteca a la casuística propia, que nunca es idéntica a la de ningún otro centro, porque dado que la autopsia es una mirada sobre sí mismo, un espejo sobre la propia realidad, en su estudio entra todo lo que afecta al paciente y al curso concreto de su concreta enfermedad que no es exactamente igual a ninguna otra; de ese estudio se aprende no solo lo más importante de lo que cada paciente sufrió, el argumento principal de su drama individual, sino acontecimientos que, aparentemente alejados, a veces determinan de modo catastrófico el devenir de un enfermo: la disposición de las guardias, las esperas quirúrgicas, las restricciones económicas, el mantenimiento de los aparatos, la escasez de personal; pero sobre todo se carga de experiencia propia el conocimiento de las enfermedades, sean comunes o raras y se aprende a mejorar tanto los pronósticos como los resultados, criticando los errores, pequeños o grandes que se hayan podido cometer, seguros como deben estar todos los hombres inteligentes de que por bien que hagan su trabajo siempre cabe hacerlo mejor.
La existencia de la autopsia en un Centro revela el interés de los facultativos en su perfeccionamiento constante, el interés de la Dirección en corregir los defectos de funcionamiento, el conocimiento por parte de los familiares de que su pariente es estudiado al límite de lo posible y la proclamación ante toda la sociedad de que cada enfermo es atendido con el esfuerzo coordinado de un complejo equipo científico que se autoexamina constantemente y por tanto está al límite de la perfección asistencial y se encamina a ella de manera constante.
Un cadáver de hospital reúne las condiciones óptimas del proyecto científico y proceder a su entierro o cremación, sin más, es un despilfarro intelectual: una rica documentación acumulada, a veces durante mucho tiempo, a partir de la mas moderna tecnología, la dedicación asistencial más completa y el posible remate de la evidencia morfológica comprobable en el examen autópsico; para que conste con valor científico que todo lo supuesto fue acertado, que la enfermedad llegaba hasta donde se creía, que la etiología era la supuesta, que los órganos afectados mejoraron o no con la terapéutica, que las complicaciones fueron o no más importantes que la enfermedad inicial; y que se hizo lo debido, en la extensión debida y en el momento oportuno; o que no se pudo hacer y por qué.
Tener al alcance de la mano ese filón de información científica y dejarlo escapar sin estudiarlo es difícilmente justificable. Y tanto o más es incomprensible que se realice el esfuerzo científico, técnico, moral, físico de la autopsia y luego se archive sin un análisis, sin una sesión, sin un comentario y, lo que es peor, sin una mejora que de ella proceda.
Cuando todos los hospitales españoles practiquen tantas autopsias (a ser posible completas, regladas y aprovechadas en comisiones, sesiones clínico-patológicas y mejoras asistenciales, docentes y científicas perceptibles) se habrá realizado la segunda (y definitiva) revolución hospitalaria en la Medicina española que está pendiente desde que se iniciara la primera, hace cuarenta años.
Hay razones para creer que tal milagro ni es imposible como parece ni está siquiera lejano, si el grupo que hoy desarrolla en estas mismas páginas la ACTUALIZACIÓN sobre el tema prosigue su admirable cruzada a favor de la autopsia clínica; su juventud, su sólida formación, la fe que tienen en su empresa y el incesante entusiasmo con que trabajan, hace de estos colegas un ejemplo digno no ya del respeto general sino del premio que con certeza ellos valorarían más: la consecución en nuestros hospitales de una medicina de la más alta calidad, organizada para la autocrítica y, a su través, el continuo progreso.