REVISTA ESPAÑOLA DE

Vol. 35, n.º 4, 2002

ARTÍCULO
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Cajal en Madrid

La deuda de Madrid con Cajal
Museo, Cátedra e Itinerario

Alberto Anaya

Premio Ramón y Cajal 2001 de la Sociedad Española de Anatomía Patológica.

  

Plano del Madrid Cajaliano, para un Itinerario devoto. Junto a la Plaza de Santa Ana, a una manzana del Teatro Español, la casa de Príncipe esquina a Huertas (1) es el lugar en que Cajal vivía cuando recibió el Premio Nobel. En la calle de Atocha, (2 y 3), también tuvo sus domicilios. 4 es la Facultad de Medicina, en la que enseñó durante treinta años, hasta el día de su jubilación. El Aula en que enseñó, perfectamente conservada, está esperando un soplo de vida para convertirse en la Cátedra de Cajal, tal como se proyectó en su día para ser de forma permanente homenaje vivo al genio y estímulo constante a las generaciones venideras. En 5 (el Museo Velasco) ocupó el ala del Paseo de Atocha con su Laboratorio de Investigaciones Biológicas, luego Instituto Cajal, el lugar en que, a pesar de su modestia, se sintió perfectamente instalado y donde trabajó por más de treinta años. A la vuelta, en la misma manzana tuvo su mejor casa y allí murió (6); es el único domicilio con una placa en su fachada. En todos estos sitios, oficiales o privados, tuvo Cajal sus Laboratorios y en ellos construyó la más gigantesca obra personal que se conoce de un solo científico. Al otro lado de la calle, Paseo de Alfonso XII, en el Cerro de San Blas, dentro del Retiro y junto al Observatorio diseñado por Villanueva está el primer Instituto Cajal diseñado como tal (7), que llevó más de diez años construir, y en el que Cajal, ya octogenario no llegó a trabajar pero en el que sí estuvo instalado su Museo con la debida dignidad, cuidado por sus discípulos directos. Sin salir del Retiro se puede visitar el más bello de los monumentos de Madrid a su sabio (8).

 

Las ciudades también tienen corazón; y si todos los hombres mantenemos un idilio, más o menos consciente, con algúnas en las que hemos vivido, o con las que hemos soñado, existen ciudadanos que concentran de modo preferente el amor colectivo de algunas grandes urbes: Viena se muere por Strauss, Toledo por Carlos V, Barcelona por Gaudí y París tiene varios amores.

Madrid, a la que no sobran personajes geniales, fuera de algunos artistas, acunó durante más de cuarenta años el devenir de Cajal por sus calles; con él, y en parte por él, se transformó adquiriendo, al tiempo que su grandiosidad urbanística, toda su resonancia científica mundial; sólo por Cajal se multiplicaron en Madrid los Laboratorios científicos de vanguardia (uno al menos en cada una de las múltiples casas que habitó, y en la Facultad de Medicina, y en el Museo Velasco, y en la colina de los chopos y en el cerro de San Blas).

Y los sabios de todo el mundo vinieron (y vienen todavía) a seguir sus pisadas, las de un hombre que no fue sólo un genio de la ciencia sino también un irrepetible compuesto de grandeza personal, bondad, inteligencia, generosidad, sacrificio, amor al género humano, fe en el esfuerzo, entrega ilimitada, carisma, cultura, humildad, perseverancia y simple humanidad compartida generosamente con sus conciudadanos, que eran todos los del mundo, pero empezaban en Madrid. Los cafés de Madrid, sus jardines, el hosco adoquinado de sus calles, la trastienda de sus librerías fueron tan familiares para Cajal como los altos foros académicos de todo el mundo civilizado, a los que le llevó tanto el ansia de saber como el propósito de difundir sus hallazgos.

Más que ningún otro sabio hizo de su domicilio un lugar de trabajo; pero no vivió encerrado, de espaldas a la gente; y las mismas manos que mostraban con la agudeza de sus dibujos la más intrincada estructura de la naturaleza, allí donde la materia y el alma se confunden, retrataban (en sentido literal) por las calles el pequeño genio urbano de sus gentes, las escenas cotidianas de la ciudad que reflejaban a la vez fuerza vital y medios limitados.

Cuando el único Premio Nobel a la ciencia que ha caído en España aterrizó en Madrid, una amanecida otoñal de 1906, el destinatario no era un desconocido sino alguien que ya compatibilizaba su presencia en todos los foros científicos del mundo con un deambular tranquilo por las callejas, camino de su cátedra o de su flamante Laboratorio de Investigaciones Biológicas, en diálogo abierto con los ciudadanos de a pie, que escuchaba el gracejo popular, y soñaba a su través con una patria más grande en la cultura, más rica en lo material, más alegre en sus destinos, pero igual de próxima y cordial en el trato diario.

No había nacido en Madrid y ni siquiera fue oficialmente su Hijo Adoptivo; pero pisó por muchos decenios todas sus calles y no ha habido jamás un ciudadano más ilustre que lo hiciera: por su grandeza científica sin par, por su estimulante personalidad, por los objetivos científicos que alcanzó, por la claridad de su camino y la definición de sus metas, por la grandiosidad no superada de su obra.

La villa, con su genio histórico peculiar, de revueltas patrióticas, atardeceres taurinos y noches de verbena o zarzuelas, captó enseguida que aquel aragonés de mirada profunda, a cuya obra se ofrecían todos los laboratorios del mundo, cuando escogió la templanza amistosa de sus calles, entre todas las calles del planeta y su universidad entre todas las universidades del universo, abrió un camino de grandeza a su historia, distinto de las gestas heroicas, de los museos de pintura, de las novelas hermosas, de las noches en el Real: un camino nunca pisado hasta entonces y que enlazaba directamente con las avanzadillas de la ciencia mundial. El Madrid de entresiglos, venido a menos de un imperio mundial, que canturreaba en el bello género chico sus miserias físicas y morales, para engañar al hambre y la incultura, encontró en Cajal, en su grandeza sencilla, en su universalidad lugareña, en su cultura amistosa, en su sabiduría indulgente, en su laboriosidad abrumadora compatible con tardes de café, el compañero necesario para superar su depresión, el médico bondadoso que sus desgarros precisaban, el ideal totalmente novedoso que, de un golpe, la devolvió, por caminos insospechados, a las candilejas del teatro universal.

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Antigua Facultad de Medicina de San Carlos.

Hubo una cálida historia de amor entre Cajal y Madrid, a la que él fue fiel hasta la muerte, mientras que la ciudad, sin dejar jamás de amarle, no ha hecho el debido honor a su memoria. Hay sí una Avenida de Ramón y Cajal, un Hospital Ramón y Cajal (con estación ferroviaria), Premios, Proyectos, bibliotecas, estatuas, un Instituto de Investigación y un Instituto de Enseñanza Media; para un hombre simplemente importante podría ser más que suficiente. Pero la persona de Cajal, la medida de su grandeza, que no admite comparación con ninguna ótra, no recibe el tratamiento merecido con simples espacios o monumentos y ni siquiera con simples Instituciones cerradas de alto saber; su historia de amor con la ciudad es digna de un romance perpetuo en el que las palabras estén siempre vivas proclamando el vigor de un obra de trascendencia perenne.

Donde no se mantiene la llama del amor crece la afrenta del olvido: sólo una, entre las numerosas casas que habitó en la ciudad tiene su nombre en la fachada; algunas han desaparecido, en otras no hay nada; pero el desaire es más notable en la que tuvo frente a la Facultad de medicina, donde en lugar del suyo está el nombre de un banquero y (¡oh mundo nuestro!) aquella en que dormía la noche en que le dieron el Nobel se enorgullece sólo de haber cobijado a una estirpe de toreros.

La calle de Atocha que pateó durante tantos años, y en la que tuvo varias casas le ignora por completo; ni siquiera el viejo San Carlos, al que dio más prestigio que todos los demás médicos juntos, tiene una placa con su nombre en la entrada principal; y en su jardín, hasta hace muy poco, permaneció su más antigua estatua con la noble faz mutilada.

Durante los últimos decenios antes de cerrarse como Facultad, la Cátedra de Cajal en San Carlos fue tan solo un trastero ignorado por profesores y estudiantes. Cuando García Miranda salvó de la piqueta el edificio para destinarlo a Colegio de Médicos, se restauró amorosamente ese espacio y, por acuerdo con el Ministerio, se ideó ponerlo en funcionamiento con un objetivo de altos vuelos; pero las mezquindades de nuestro vuelo rasante han congelado la Cátedra de Cajal que un día se soñó como homenaje vivo permanente, estímulo constante para nuevas generaciones y faro de atracción perpetuo para la ciencia mundial (1). Sus muros y vitrinas han recogido hace poco unos cuantos recuerdos; pero un destino más alto, proporcionado a la grandeza de quien impartió allí su docencia casi toda su vida, parece que ha sido archivado para siempre. Y sin embargo, desde ese estrado se sentirían orgullosos de dictar al menos un lección anual todos los grandes de la ciencia médica mundial. Y lugares con esa carga intelectual no nos sobran.

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Laboratorio de Investigaciones Biológicas, 1901-1933 (primer Instituto Cajal desde 1920).

El Museo de Etnología (o del Dr. Velasco), en cuya planta principal del ala que encara la Estación del Mediodía, llamada desde 1901 Instituto de Investigaciones Biológicas, trabajó durante treinta años, no sólo no conserva su laboratorio y su despacho, trasladados en 1932 al recién estrenado Instituto Cajal, sino que ignora en su fachada que allí se hizo la más relevante aportación de la ciencia española. Y si pregunta uno en la entrada nadie sabe de qué le están hablando.

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El museo Velasco, en una cuyas alas residió el Laboratorio, luego Instituto, y, unos metros más allá, en lo alto del cerro de San Blas, el Observatorio, a cuyo lado se edificó el primer Instituto Cajal diseñado como tal.

Para la mayor sorpresa de quien pueda interesarse por todo esto un panfleto de este museo titulado «Un templo a la Ciencia. Historia del Museo Nacional de Etnología» ni siquiera menciona a Cajal.

La mayor parte de los madrileños, incluidos médicos, intelectuales y científicos, tampoco sabe que allí hizo Cajal su labor más continuada; y que a ese lugar, precisamente, peregrinaron muchos entre los grandes del saber médico universal en una larga época. Y que ese fue desde 1922 el primer Instituto Cajal, mientras se realizaban, a paso de tortuga, las obras del nuevo. El destino de éste tampoco fue mejor.

Esta Institución, la primera que lleva desde el principio el nombre del maestro, y los recuerdos de este que atesora con el nombre de Museo o Legado Cajal, han sido víctimas del mismo desamor. Decidida su construcción a impulso personal de Alfonso XIII, en 1920, tardó más de diez años en construirse, sobrepasando todas las medidas razonables de retraso (y también de tamaño); cuando por fin se abrió, ya en la República, no lejos de la casa de D. Santiago (y por tanto de su Instituto de toda la vida), en el Cerro de San Blas, dentro del Parque del Retiro y junto al bello Observatorio diseñado por Villanueva, Cajal no tenía fuerzas ya para subir la cuesta (dicho esto en términos simbólicos); y prácticamente no lo pisó jamás; terminó su vida laboral como la había empezado: solitario en lo que ahora llamaba «mi cueva» en el sótano de su palacete; y, sin salir de casa, en las hermosas noches de verano subía a la terraza a contemplar el universo estrellado con su pequeño telescopio.

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Primer edificio diseñado para Instituto Cajal, construido de 1920 a 1933 y en funcionamiento hasta los años 50.

Quien penetre hoy en el pintarrajeado campus universitario del Retiro tiene una dura tarea para identificar el primitivo Instituto Cajal. Ni los guardas ni los estudiantes ni los profesores que lo pueblan saben nada de ese Instituto y, muchos, ni quizá tienen claro quién fue Cajal. Y no es que no se vea: se trata de un edificio enorme, de espalas a la entrada, encarado a unos desmontes, pensado ilusamente para dominar lejanías desde su alta cota y aparecer como faro científico de la ciudad. Oculto hoy de esta por masivas construcciones a sus pies, parece que su mismo tamaño desmedido fue un factor decisivo en su ruina, como si fuera un tardío dinosaurio; en Madrid, y en España, hay a menudo un desfase entre lo que se sueña y lo que se puede luego realizar.

Ahora hay mucho abandono en su entorno, varias apisonadoras en su cercanía y una placa a su entrada que solo menciona su adscripción a Escuela de Obras Públicas. Nadie dirá al visitante que este magno edificio fue en día monumento a la obra de Cajal, que en él reunió a sus discípulos y continuadores hasta los 50 y que sólo en sus salas se instaló con dignidad el Museo que agrupaba sus valiosos objetos y se concentró ordenadamente el fantástico Legado de las preparaciones que realizó con sus manos y las láminas que dibujó personalmente, para que nunca más el sistema nervioso fuese un mundo impenetrable.

Luego el Instituto Cajal fue trasladado al 138 de la calle Velázquez, donde el Museo disminuyó en espacio y prestancia, pero conservó aún un nivel de dignidad. En ese Instituto se fundó la Sociedad Española de Anatomía Patológica y allí tuvo su sede muchos años. También allí nació, en 1967, la Revista Española de Patología, entonces simplemente PATOLOGÍA.

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Segundo Instituto Cajal, hoy "Centro de Investigaciones Biológicas".

Y no hace mucho el Instituto ha vuelto a emigrar. En su actual situación parece que el Legado Cajal se conserva embalado a la espera de un espacio muchas veces prometido y que nunca llega. Solo la Biblioteca, al cuidado de Dª. María Ángeles Langa, acoge en un rincón algunos de los más valiosos recuerdos de D. Santiago. Si uno pide su teléfono a Información de Telefónica le darán el de un Instituto de Enseñanza Media; el Instituto Cajal, al que se volvieron los ojos de la comunidad científica internacional no existe, repite la operadora, con ese nombre, y no puede ser localizado por teléfono si no es a través de una gestión compleja.

Nadie podría imaginar que ocurriese algo semejante en París con el Instituto Pasteur. Y, a diferencia de éste, Cajal puso a Madrid en los mapas de la ciencia mundial, cuando sin él la capital de España lo era de un país atrasado.

Esta ciudad ha excedido ya de modo intolerable los límites de su desinterés por Cajal; su deuda no se substanciará con hacerle simplemente ahora su hijo adoptivo ni con llenar de placas cada laboratorio que creó, aunque esto también hay que hacerlo. El sesquicentenario de Cajal está en su ocaso y el hombre de la calle no ha tenido ocasión de percibirlo, mientras sabía a diario de los homenajes a Gaudí, su coetáneo (y un inmenso arquitecto que, sin embargo, no puede medirse con Cajal); la comparación de actitudes ciudadanas solo sirve para aumentar el respeto que Barcelona merece.

Madrid, por el contrario, deja escapar este año, que pudo restañar muchas heridas, sin el magno homenaje que Cajal se merece. Quienes algún día luchamos nuestra modesta batalla por una Institución viva de resonancia internacional hemos perdido; también los decenios pasaron por nuestras manos sin conseguir lo que soñamos. Y ya no es posible mantener por más tiempo los ensueños: ¿cómo vamos a imaginar una grandiosa Cátedra de Cajal, creando de la nada una descollante institución científica, cuando el magnífico Legado de Cajal, consolidado como tal desde 1934 y precisado sólo de un espacio digno y una gestión inteligente se deteriora en su embalaje?

Primer objetivo: el Museo. Convertir el Legado Cajal en un espléndido Museo, abierto a la admiración de todos, y a la investigación de quienes estén capacitados para hacerla, es una prioridad absoluta. Alcanzar esa meta es la primera obligación de Madrid; del Madrid ciudad y del Madrid capital, comprometiendo a todas las partes implicadas, locales, comunitarias y estatales, escuchando a quienes deban ser consultados, familiares y científicos, pero acortando los plazos, aportando los medios y actuando ya. Si es posible antes de las próximas elecciones o de la segunda Guerra del Golfo. Las estrecheces, sobre todo mentales, de que es víctima este Museo están en desacuerdo con la actual situación económica y científica del pais.

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Actual Instituto Cajal. Telefónica lo desconoce.

Luego la Cátedra. Es posible que una compleja Institución como la que se propuso en 1967 con el nombre de Cátedra Cajal, que fue aprobada por el Colegio y ofrecida al Ministerio de Educación como contravalor por la cesión del edificio, esté ahora fuera de lugar, cuando hay que concentrarse ante todo en que el Museo vuelva a instalarse con dignidad. Pero gastar cada año un millón de pesetas en traer al mejor científico del mundo, agasajarle, darle una bandeja de plata y escucharle una hora en la incómoda pero venerable Aula de Cajal no está fuera de las posibilidades del Colegio. Cuando se le propuso a la actual Presidenta pareció acoger con agrado esta sugerencia; pero el tiempo ha pasado y el sesquicentenario se va. Solo tenemos un Cajal y nunca volveremos a tener otro semejante; hacer que se encienda su recuerdo una tarde cada año, para que sepa todo el mundo quién fue y lo que significó no parece un esfuerzo desmesurado.

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En el primer edificio a la derecha, Príncipe esquina a Huertas, recibió Cajal el telegrama con la concesión del Nobel.

Y por último el Itinerario. Además del silencioso trabajo de los investigadores en la respetuosa penumbra del Museo, y de la atención devota de los médicos en la Cátedra, hay que devolver a Cajal al roce de las gentes madrileñas, que tuvieron siempre para él una hermosa mezcla de respeto y amor.

Aunque se movió por toda la ciudad, desde Amaniel a la Cebada, hay un Madrid Cajaliano por excelencia, que arranca en la Calle del Príncipe, esquina a Huertas, atraviesa Matute y baja por Atocha con escala en los números 42 y 101, en que vivió, para detenerse en la Facultad donde impartió sus saberes desde 1892 al 1 de mayo de 1922, día de su jubilación, en que redactó esa media página sobre el problema de España que cualquier español debería memorizar porque en ella diagnostica nuestros males y ofrece la solución (2).

Puede todavía soñarse que pequeños grupos de ciudadanos recorran devotamente esas calles desde la esquina de Príncipe y Huertas, a dos pasos del Teatro Español, por el llamado Madrid literario, que ahora se enlosa con versos de Góngora y Bécquer, a través de Atocha, otro tiempo camino de reyes hacia la imperial Basílica (que no ha llegado a nosotros pero se asoma al Don Carlo de Verdi), pasando por el Motín de Esquilache y la Imprenta del Quijote, hasta el viejo San Carlos, que veneró al maestro en sus treinta años de cátedra. La estatua del jardín, en torno a la que un día florecieron homenajes tumultuosos, ha recuperado la venerable faz, que perdió muchos años y hoy está junto a su Aula. En su antiguo lugar hay una copia.

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Atocha 42, otro domicilio de Cajal.

Dentro de su cátedra, conservada exactamente como cuando Cajal dictaba sus lecciones, un busto en bronce ocupa el sitio exacto en que se sentaba el maestro. Es un sagrado lugar para la meditación y el recuerdo. A pocos metros, en el cielo raso de la suntuosa Aula Magna, Vesalio desafía el recuerdo de Galeno.

Desde esa cátedra es preciso cruzar la Glorieta de Carlos V (antes Atocha) y detenerse en el Museo Etnológico sede durante 30 años de su principal Laboratorio, desprovisto por ahora de signos que lo recuerden; y torciendo en esa esquina unos pocos metros más arriba, ya en la calle de Alfonso XII, está su último domicilio y casa mortuoria, el único lugar de los mencionados en cuya fachada existe una placa conmemorativa.

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La otra casa en Atocha, frente a su Facultad, en la que vivió Cajal. La Placa recuerda a unos banqueros.

Enfrente el Parque del Retiro, por un camino tortuoso y empinado, no siempre abierto, hace difícil llegar al primer Instituto Cajal construido como tal. Pero merece la pena el esfuerzo, porque, aunque allí no trabajó Cajal, sólo con ver esta majestuosa construcción, hoy semioculta, pero emplazada en un alto en que podría haberse visto desde lejos, puede inferirse cuánto quiso Madrid honrar a su insigne sabio, y también cuánto lo ha olvidado desde entonces (nadie de quienes por allí se mueven tiene la menor idea de todo esto); no es tolerable que un monumento de esta importancia mantenga en la clandestinidad su historia.

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Cuatro imágenes de la estatua de Cajal en San Carlos (obra de Lorenzo Domínguez): un homenaje remoto, los años del abandono, su actual localizacioón, ya restaurada, junto a su cátedra y una copia en el lugar del jardín que siempre ocupó.

El Itinerario que aquí se propone es no solo un acto de justicia sino también una necesidad. En contraste con la zafia manifestación de ignorancia que rodea a muchos de los lugares en que trabajó, es seguro que algunos ciudadanos, algunos científicos, algunos soñadores, disfrutarían sabiendo dónde y cuando se hicieron las investigaciones con que el hombre se acercó al conocimiento de su propio cerebro, las mismas que pusieron a España en los mapas de la ciencia universal; dónde pasó Cajal sus largas horas de trabajo, dónde perfeccionó sus teorías, que no han sido disputadas con el paso de los años ni con los avances tecnológicos actuales, dónde redactó sus obras magnas, dónde residía cuando recibió sus premios internacionales, dónde trabajó en la regeneración del sistema nervioso, que vuelve a ser hoy objeto de máxima atención.

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Dos imágenes de la Cátedra, captadas por Jerónimo Buencuerpo Fariña, reflejan la atmósfera, detenida en el tiempo, de una época en que los estudiantes tuvieron el privilegio de aprender la estructura del sistema nervioso, directamente, de quien más ha sabido jamás sobre ese stema.

No son fríos testimonios de que residió allí lo que en cada edificio tiene que hacer Madrid por el sabio excepcional que decidió vivir en ella, sino contar apasionadamente al ciudadano común la insólita aventura de una existencia increíblemente fértil que sucedió a su vista hace ya muchos años pero que sigue viva en todas sus consecuencias.

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La casa en que murió Cajal exhibe la única placa que se puede encontrar de entre todas las casas en que vivió.

Antes de dejar el Retiro, si el día es hermoso y queda espacio en el alma para la nostalgia, un breve paseo por el Parque conduce al más bello monumento con que Madrid le honró, cuando aún vivía; cerca del estanque grande, vestido con toga romana y reclinado en un triclinio, medita con la mirada puesta en una hermosa fuente, en una actitud de descanso que solo la piedra pudo forzar en él.

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El monumental edificio diseñado como primer Instituto Cajal, que se tardó más de diez años en construir y hoy es una Escuela de Obras Públicas. En lo alto de una colina pero casi oculto por los edificios a sus pies y los árboles del paseo, lo mató su inmanejable grandiosidad. Desde aquí no es accesible.

Madrid, sus gentes, sus instituciones y las Instituciones nacionales que en Madrid radican deben a Cajal un Homenaje vivo y permanente, cuya realización hará más justicia a quienes la lleven a cabo que al propio homenajeado, y que no es tan difícil. Todo lo material ya existe en su parte más importante: el Museo tiene lo que no se podría inventar: el riquísimo conjunto de los materiales salidos de la mano de Cajal, con sus medallas y títulos. La Cátedra, con un dispendio muy modesto, podría comenzar a funcionar en un año. Y el Itinerario, con diez placas, un mínimo de documentación y ganas, podría estar listo antes del próximo Congreso Nacional de Patología. Madrid y Cajal estarían entonces en paz.

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Este hermoso grupo escultórico, cerca del estanque grande del Retiro, merece cerrar el itinerario devoto por las huellas de Cajal.

 

BIBLIOGRAFÍA

  1. Albarracín Teulón, Agustín. Historia del Colegio de Médicos de Madrid. 563-566, ICOMEM, 2000.

  2. Ramón y Cajal, Santiago. «Se ha dicho hartas veces que el problema de España es un problema de cultura. Urge, en efecto, si queremos incorporarnos a los pueblos civilizados, cultivar intensamente los yermos de nuestra tierra y de nuestro cerebro, salvando para la posteridad y enaltecimiento patrios todos los ríos que se pierden en el mar y todos los talentos que se pierden en la ignorancia». Madrid, 1 de mayo de 1922.